Durante la estación litúrgica de Cuaresma, notarás que en la misa recitamos los Diez Mandamientos casi al comienzo de la liturgia, diciendo primero: "Estos son los mandamientos que Dios entregó a su Pueblo".
En pocas palabras, los Diez Mandamientos son las leyes o mandamientos religiosos recibidos por Moisés y el pueblo de Israel e inspirados por Dios.
Si lees todo el relato en el Libro del Éxodo (cap. 20 en adelante), verás que Moisés terminó rompiendo el primer par de tablas de la Ley. Es decir, que desde el mismo momento en que aparecieron los Diez Mandamientos, los seres humanos hemos tenido serios problemas sobre la forma de observarlos y, más importante aún, la forma de interpretar esos mandamientos.
Pero, si nos limitamos a leerlos de una forma más elemental, inmediata a nuestra realidad como personas y creyentes, entonces de los mandamientos, aprendemos dos cosas fundamentales: nuestra vocación de amor hacia Dios -que es confiar y seguir Su voluntad- y nuestra vocación de amor hacia nuestro prójimo.
Precisamente, esa vocación de amor a Dios es descrita en los primeros cuatro mandamientos:
1. Amar y obedecer la voluntad de Dios, y testificar del amor de Dios a nuestros conocidos.
2. No poner ninguna otra cosa en el lugar que sólo corresponde a Dios.
3. Mostrar nuestra fe religiosa en pensamientos, palabras y acciones.
4. Separar momentos específicos para la oración, la adoración de Dios y la reflexión sobre la voluntad de Dios para nuestras vidas y para toda la Creación.
Marc Chagall, c.1955
Los últimos seis mandamientos nos iluminan sobre cuál es nuestro deber, en qué consiste nuestra vocación de amor hacia el prójimo: en esforzarnos, en crecer hasta la estatura de amar, de atesorar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, y obrar para con los demás tal y como quisiéramos que los demás obraran para con nosotros.
5. Amar, honrar y ofrecer todo nuestro apoyo a familiares y amigos; reconocer a quienes ocupan posiciones de autoridad y cumplir las leyes o regulaciones de nuestra vida en común.
6. Mostrar respeto por la vida que Dios nos ha dado; obrar e interceder por la paz; no guardar rencor, no abrigar prejuicios ni odios en nuestro corazón, y ser gentil para con todas las criaturas de Dios.
7. Expresar y vivir nuestros deseos y placeres corporales según la justicia, compasión y honestidad con que Dios ha bendecido la conciencia humana.
8. Hablar y actuar con honestidad y justicia en todos nuestros asuntos; fomentar la libertad, el respeto y la garantía de necesidades elementales para todas las personas, así como darle un propósito similar a nuestros dones y posesiones materiales.
9. Hablar la verdad, y no perjudicar a otros con nuestro silencio.
10. Resistir las tentaciones de la envidia, la codicia y los celos egoístas; regocijarse en los dones y éxitos de los demás; y cumplir nuestro deber, por el amor de Dios, quien nos ha llamado a la fraternidad con Él.
Los mandamientos son mucho más que una lista de leyes -al menos, no como entendemos el concepto de "ley" hoy en día- o mandatos inflexibles y con amenazas de castigos terribles para quienes no los cumplan o, peor aún, para quienes los ignoren.
De por sí, las demandas éticas que nos hacen los mandamientos son problemáticas y difíciles para encarnar, para entender y actuar en consecuencia. Los mandamientos van más allá de regular o fiscalizar nuestra vida como personas de fe: cuando se tiene tales ideales y paradigmas éticos y de fraternidad -amar a mi prójimo como a mí mismo, por ejemplo- entonces las "leyes" nos parecen lejanas y casi innecesarias.
Es más bien una cuestión de vocación, de reconocer la gracia de Dios, y de esforzarnos en actuar y vivir en consecuencia, como hijos e hijas del don de Dios. Es una cuestión de amor reciprocado, y no tanto de obediencia y nada más.
Un abrazo,
Leonel
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