Hace ya cincuenta años, el existencialista Albert Camus entabló amistad con el clerigoHoward Mumma, mientras asistía a la Catedral Anglicana de París. El más joven Premio Nobel de literatura moría poco después en un misterioso accidente de carretera. El predicador asegura que acababa de solicitar su bautismo. Aunque había sido bautizado de niño en Argelia en 1913, el escritor veía el catolicismo como parte de una estructura social y de poder, que nunca había hecho realmente suya.
Cuando Camus publicó La caída en 1956, muchos pensaron que el famoso filósofo ateo estaba a punto de convertirse al cristianismo –dice el crítico francés Alain Costes–. Su acercamiento a la fe se vio sin embargo frustrado por su decepción con el catolicismo-romano. Según un cura llamado Lepp –que había sido marxista–, el conflicto vino porque algunos amigos suyos se enfrentaron a la Iglesia como institución.
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Lo cierto es que un día apareció en una liturgia anglicana en el edificio neo-gótico que había desde la Primera Guerra Mundial en pleno Quai d´Orsay. Esta catedral en la ribera del Sena era famosa por sus conciertos de órgano. Atraía a estudiantes de La Sorbona, turistas americanos, personal de la OTAN, políticos de paso y algunos embajadores, pero también aficionados a la música. La iglesia tenía entonces un famoso organista llamado Marcel Dupré.
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Cuando el clerigo Mumma llega a París, las reuniones estaban llenas, pero al desaparecer el músico, el local se llenó de sitios vacíos. No tardó en distinguir entre ellos a alguien tan conocido, que al acabar el culto, le rodeaba la gente, ofreciéndole el boletín de la catedral para que le firmara un autógrafo.
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Después de cuatro domingos, Camus mismo se presentó al clerigo, proponiéndole comer un día con él. El clerigo venía de Springfield y sabía poco francés. Era atendido por un conserje español llamado Juan, que había venido como refugiado en la guerra civil. En la iglesia todos le conocían como Jacques.
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El escritor no tardó tampoco en hacer amistad con él. El filósofo tenía la mala costumbre –desde la primera vez que vino a buscar al clerigo– de aparcar el coche delante del edificio, en medio de una calle que tenía mucho movimiento. Lo dejaba en marcha y corría a la secretaría de la iglesia, para que avisaran al clerigo. Camus solía llevar siempre sombrero y gafas oscuras. Conocía muchos pequeños restaurantes en los alrededores, donde podían comer en un lugar reservado y tener largas conversaciones en inglés.
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EL PROBLEMA DEL MAL
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El clerigo tenía una educación liberal. Había estudiado en Yale y estaba familiarizado con la filosofía contemporánea. Camus le confesó que al principio vino por la música, pero que estaba “buscando algo” que no estaba “seguro de poder siquiera definir”. Veía un “conflicto entre la necesidad humana y el silencio del universo”, que “ha producido un sentimiento profundo de alienación y exilio en los seres humanos”.
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El problema al que se enfrenta Camus una y otra vez en las conversaciones con el clerigo, es la existencia del mal. Le era imposible reconciliar la idea de un Dios bueno y todopoderoso con la realidad del mal en el mundo. “Si hay un Dios, ¿por qué permite que tantos inocentes se retuerzan en agonía?”, le pregunta el filósofo. El clerigo no le responde, pero simpatiza con su frustración y le confiesa su propia incapacidad para explicar el mundo. A pesar de no haber podido responder sus preguntas, Camus continuó yendo a la catedral. Se sentaba al final con gafas de sol. Y a veces se iba antes de terminar la liturgia, sin saludarle a la salida.
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Mumma se empezó a preguntar si le estaba evitando, cuando un día volvió a aparecer con el coche delante de la iglesia. Le llevó a un pequeño restaurante de Montmartre –Le Coq, uno de sus sitios favoritos–. Al acabar la comida, sacó del bolsillo unos papeles con sus notas sobre sus sermones. Uno a uno, empezó a preguntarle por las cosas que había dicho y la literalidad del relato bíblico. Es ahí donde la mayor parte de los conservadores se sienten incómodos con el libro de Mumma.
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El clerigo no cree en la historicidad del relato bíblico del Edén. Ve la historia de Adán y Eva como una parábola sobre el origen de la conciencia. Su visión de la Escritura es típicamente neo-ortodoxa. La Biblia es “la Palabra”, pero “no las palabras de Dios”. Eso quiere decir –según Mumma– que es “un documento fiable, aunque no infalible, sobre el carácter de Dios y su relación con la raza humana y todos sus miembros”. Aunque le regala una traducción francesa para leer… No es extraño que el escritor dijera: “Hay palabras que no he comprendido nunca, pecado es una de ellas”. Porque el Evangelio es algo incomprensible, tal y cómo lo explica Mumma. Camus sin embargo está entusiasmado por la fe que ve en su amiga Simone Weil. Según le dice al clerigo, para ella, “la más alta felicidad de un ser humano consiste en la contemplación de la verdad eterna”.
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ENCUENTRO CON SARTRE
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Curiosamente, un día Mumma se encuentra con Sartre, que le invita a su casa con Simone de Beauvoir, que se queda escuchando. El autor de El ser y la nada, le explica que “Francia es nominalmente católica, pero en realidad es pagana”. Y le pide que le hable de su iglesia, porque nunca ha escuchado nada sobre ella.
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Las diferencias con Camus pronto se hacen evidentes. Sartre cree que no hay ningún dios. Sólo los seres humanos tienen una existencia que va más allá de la materia. Cuando Mumma le pregunta de dónde viene esa naturaleza, él se molesta, cortando la conversación. La idea de Sartre de moralidad le resulta totalmente relativista. Si el individuo decide libremente cómo quiere vivir, no hay ningún principio que nos diga lo que está bien y lo que está mal.
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Para el clerigo, Sartre es un hombre que cree haber encontrar la libertad en un universo sin Dios, mientras que Camus la busca como una lucha constante. “La fe es –para el autor de La peste– menos una paz, que una esperanza trágica”. Un día le pregunta al clerigo qué es eso de nacer de nuevo (Juan 3).
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Mumma le contesta que “entrar de nuevo o por primera vez, en un proceso de crecimiento espiritual”. Es “recibir perdón, porque has pedido a Dios que perdone todos tus pecados” –le explica el clerigo–. Con semejante claridad, no es extraño que en cierta ocasión Camus mostrara interés por el bautismo –“un compromiso simbólico con Dios”, según Mumma–.
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Según el clerigo, el escritor le dijo un día: “Estoy dispuesto, lo quiero”. Parece que la intención del filósofo era un bautismo privado. Algo que rechaza el clerigo, primero porque reconoce el bautismo católico. Le dice que el bautismo es algo que se hace una sola vez. Aunque está dispuesto a confirmar su fe en la iglesia el verano siguiente, cuando haya estudiado un poco más y esté algo más preparado.
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UN DESENLACE TRÁGICO
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Aunque uno no logra simpatizar del todo con el clerigo, el final del libro resulta emocionante. Cuando el clerigo regresa a Estados Unidos, Camus le pregunta si le puede llevar al aeropuerto. Él le contesta que algunos miembros del personal de la catedral se quieren despedir de él, pero le propone encontrarse con él allí. Descubre al escritor en el aparcamiento, que ha traído a la familia del conserje español en el coche.
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Camus le abraza y le mira detenidamente, antes de decirle: “Amigo mío, mon chéri, gracias… ¡voy a seguir luchando por alcanzar la fe!”
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Unos meses después, el 4 de enero de 1960, Camus está fuera de París con un billete de tren en el bolsillo –para regresar con su familia–, cuando su amigo, el editor Michel Gallimard, le ofrece volver con él en el coche. Aunque era un auto deportivo –un Facel-Vega–, Gallimard no iba demasiado rápido. La carretera que pasa por el pueblo de Villeblevin, cerca de Sens, es ancha y recta. El suelo no estaba mojado esa noche, pero el coche sin embargo se desvía, estrellándose contra un árbol, tras golpear a otro. Gallimard queda herido, muriendo pocos días después. Camus sin embargo fallece inmediatamente. Tenía 46 años –la edad con la que escribo yo estas líneas–.
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Mumma volvió a París unos años después y pasó con el coche por el árbol donde Camus se mató. Mucha gente se para allí para mirar, aunque no hay en él ninguna marca. No se ve que le falte ni un trozo de corteza. El pastor se lamenta entonces por su fracaso en devolver la fe al escritor, pero la pregunta es ¿cuál fe? El esperaba que la suficiente para evitar, lo que para él era un suicidio.
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NADA HAY IMPOSIBLE PARA DIOS.
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Una de las grandes cosas que nos enseña la Biblia es que no hay un tipo de personas que estén más predispuestas que otras a ser cristianas. Todos estamos igualmente muertos e insensibles a las cosas de Dios (Efesios 2:1). Lo que no nos excusa delante de Dios. Somos culpables ante Él. El Evangelio nos presenta sin embargo cómo por Cristo Jesús, lo que es imposible para nosotros, es posible para Dios. Nadie está demasiado lejos de Dios, como para no poder encontrarle. Cuando como pecadores desesperados, vivimos en este valle de muerte, nuestra única esperanza está en un Dios que se complace en una sola cosa que le podamos ofrecer: nuestra sed. La única forma que nos podemos acercar a Él es para recibir, no para ofrecer. Porque la fe es un regalo (Ef. 2:8) de la misericordia de Dios (v. 4).
El Evangelio trae esperanza a aquellos que, como Camus, han llegado a perder toda esperanza. No sabemos qué pasó realmente la noche que murió, pero confiamos que ese Dios de toda gracia, cuyos caminos son inescrutables, le mostrara su gracia en esos momentos. La respuesta que Dios exige de nosotros a sus buenas noticias, es en sí misma una buena noticia. El Evangelio no sería buena noticia si Dios nos ofreciera su salvación en Cristo, demandando a continuación que lleváramos una carga insoportable, como un yugo intolerable. Creemos en un Dios que se deleita, no en hacer demandas, sino en satisfacer necesidades. Nuestro testimonio a veces –como el de Mumma– deja mucho que desear. No tenemos respuestas a todas las preguntas, menos aún para el misterio del mal.
Y sin embargo confiamos que el Dios que nos habla por medio de Cristo crucificado, no es indiferente a nuestro mal –ni al del mundo que nos rodea–, sino que está dispuesto a dar todo –hasta su propio Hijo–, para que todo aquel que en Él crea, tenga vida eterna (Juan 3:16). ¿Confiaremos en ese Dios? Porque esa fe es la que nos salva.
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José de Segovia es periodista, teólogo y pastor en Madrid
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